El problema con los de provincia es que nos impresionamos fácilmente. Por
tal razón, mi padre era un experto en aparentar. Aparentaba todo lo que la
gente tiene que aparentar cuando necesita encajar en sociedad. ¿Cuál sociedad?
Aún no logro entenderlo. Aparentaba ser un trotamundos que sabía de aquí y de
allá. También le gustaba leer revistas científicas con el único fin de conocer
un poco de esto y un tanto de aquello. Además, sabía aparentar el ser un hombre
de metrópoli, en conocer las novedades del Distrito Federal, en saber qué lugar
de Coyoacán era el mejor
para visitar si lo que querías era la tabla de quesos
más exquisita y el vino tinto mejor añejado. Mi padre, pese a todo, fue una
buena persona. Siempre trató de darnos lo mejor a mi mamá y a mí (nótese la
distinción: mi padre, mi mamá). Sin embargo, toda su vida estuvo a la sombra de
su hermano: el grandísimo Licenciado en Economía de provincia que triunfó en el
Distrito Federal. Su relación jamás fue competitiva, sin embargo mi padre nunca
se perdonaría el jamás haber llegado tan lejos como mi tío. Él era todas las
aspiraciones de mi padre, y nunca obtuvo el reconocimiento ni el aprecio que le
daba mi abuela a mi tío.
Yo nunca me quejé de mi vida. Tenía lo que quería, porque siempre
he sido
una persona de gustos simples. Era un niño de 7 años al que le iba excelente en
segundo grado de la escuela primaria, que amaba las tardes entre amigos jugando
al fútbol en la calle menos transitada de mi pequeña colonia. Jamás había
salido de mi ciudad porque cada vez que mis padres planeaban vacaciones, tocaba
a la puerta un cartero con facturas imperiosas de pago.
***
Fue la primera navidad en la
que nosotros visitábamos al tío. Al fin, mi padre había logrado que su jefe le
diera al menos 5 días de vacaciones, y mi mamá había comprado un hermoso
vestido para aquella ocasión. Ellos estaban listos. Yo, estaba. Me da daba
igual a dónde fuéramos. Los tíos eran de mi agrado, mis primos eran buenas
personas; sin embargo, pasar el tiempo con ellos no era mi actividad favorita.
Ni tantito cerca.
Después de 200 horas de
viaje (horas con una equivalencia al tedio de un niño de 7 años, en realidad
fueron poco menos de 7 horas por la mala condición de la carretera y del viejo
coche familiar) llegamos a la modesta pero muy bonita casa azul de la zona
clase media alta del sur del Distrito Federal, la “gran Ciudad Capital”,
repetía mi padre cuando se presentaba la ocasión.
Nos recibieron de la mejor manera, muy contentos por
tenernos ahí.
Incluso, nuestro automóvil fue bien tratado por el tío, puesto
que inmediatamente lo atendió con agua y aceite y un cuarto seguro: la cochera
que contenía su brillante automóvil nuevo.
Lo típico. Una puesta en escena perfectamente ensayada en navidades
pasadas, sólo que en distinto escenario: Mi padre y el tío en el jardín, platicando sobre política nacional y lo bien que le iba al tío trabajando en la
Secretaría de Relaciones Exteriores; siempre ostentando un habano (que mi padre
fingía disfrutar) y un vaso de escocés; mi mamá y mi tía preparando el pavo en
la cocina, platicando los pormenores de los mejores chismes de la ciudad
capitalina; por default, a mí me tocaba la misión de jugar y
fortalecer lazos con mis primos.
Me invitaron a su habitación. Era hermosa. La mitad de los juguetes y
juegos que ahí había yo se los pedí a Melchor, Gaspar y Baltasar dos años
consecutivos como regalos que, imaginaba, me merecía. Recuerdo que ese
desencanto con los Tres Reyes Magos fue mi primera desilusión sobre las
personas. Había cuadros y afiches del Cruz Azul. Ellos iban cada quince días al
Estadio Azteca para los partidos de local del equipo. En el afiche reconocí a
Guadalupe Castañeda, al muy joven Óscar Pérez (aunque sabía que “La Bruja”
Scoponi era el portero titular), Héctor Islas Mendoza, Carlos de Oliveira, Juan
Reynoso, Octavio Mora y Carlos Hermosillo.
Me sumergí en una abrumadora alucinación dentro de aquella habitación
azul celeste. Recorrí cada pared con sumo cuidado, sin olvidar contemplar un solo
juguete, un solo artículo. –¿Vas a querer jugar? –Me interrumpió uno de mis
primos, cuando observaba un extraño juego de mesa con cartas y fotografías de
personas. –Sí –apenas respondí porque seguía embriagado de la fascinación que
la vida de mis primos me causaba.
–Pero yo no sé jugar esto– Dije tibiamente mientras veía cómo sacaban de
una caja como de zapatos, un cuadrado gris con botones morados, y miraba con
qué atención desenredaban cables para, posteriormente, conectarlo al televisor
(¡un televisor en su habitación!).–Ahorita te enseñamos– dijo uno, sofocando la
risa entre sus palabras –Mis papás nos adelantaron uno de nuestros regalos, es
el nuevo Mortal kombat III– no tenía ni la menor idea de lo que me
hablaban. Me convertí en mi padre por un momento: aparenté saber.
Después de tan sigiloso ritual, por fin se sentaron cada uno en su silla,
yo me senté en la esquina de su cama, un poco atrás de ellos. Colocaron el cassette en
el Super Nintendo (¡cuántas nuevas palabras!) y se disponían a
elegir jugador, –Cuando mate a mi hermano, te toca–. Si bien, yo era un
impresionado e inocente provinciano, sabía que no hablaba literalmente; sin
embargo, me sorprendió y entumeció la manera tan barata con la que decían
“matar”. –¡Te lo dije, marica!– Le dijo uno a otro y después, el mayor volteó a
verme con una mirada burlesca “te va” dijo. Aquel día “morí” todas las veces
que pude haber “muerto” en toda mi vida. Precisamente por eso, el intento de
quitarme la vida hace 5 años, quedó en eso, un intento.
Ya habíamos arrullado al Niño Dios. Quemamos luces, derretimos un par de
velas por cabeza, besamos la frente de la figurita infantil y abrimos regalos.
Sentados en la mesa, después de cenar, el tío repetía la historia de cómo
ascendió de puesto en la Dirección General de Delegaciones de la Oficialía
Mayor en la SRE del “más grande presidente que México haya tenido, un hombre
con visión de Estado, estudiado en el extranjero y con un sentido liberal como
nadie”, dijo el tío muy entusiasmado. Mi tía no paraba de presumir sus
reuniones con la esposa del secretario y con más distinguidas mujeres de
políticos. Mis primos tenían, en la cara chapeteada, de esa felicidad que
compran los bienes materiales.
Todo era ceremonia con ellos. No podía comer mi postre con el tenedor porque
era incorrecto, mi mamá se sonrojó después de que le llamaran la atención por
maquillarse en la mesa, mi padre se avergonzó luego de no pronunciar con
perfecto inglés la palabra democracy.
Todo era tedioso y bochornoso. Hablaban de esto y aquello y no comprendía
nada, ¿por qué tenía la gente que convertirse en robots hipócritas? Comprendí,
a mi corta edad, (sin conocer en realidad la palabra) lo que era un “Godinez”. Algo pasó en mí ese día, y quise alejarme de
los escritorios de por vida.
El humo de los habanos presuntuosamente consumidos, los chismes de la
alta sociedad, los juguetes nuevos de los primos, la mesa perfectamente puesta
para la cena, el pavo con exceso de grasa, el viaje de los tíos a los Estados
Unidos para comprar nuestros regalos, la presunción de la quincena, el abismo
entre capitalinos y foráneos, mi padre y su pretensión de ser algo grande en la
vida, mi madre y su sumisión a mi tía, mis primos y sus mejillas rosadas, los
modales, el postre, el no poner los codos en la mesa, el discriminar a la gente
sin profesión, el “estudiar Derecho, Medicina o Administración de Empresas es
lo de hoy, hijo”, los besos obscenos de los tíos, mis papás y sus perfumes
impregnando la atmósfera pesada, la hipocresía, el niño dios en su pesebre, las
luces, la pedantería, las buenas conciencias, lo ordinario, el Salinas esto y
lo otro, la buena vida, los de pueblo, los citadinos, el buen vino, la música
de jazz falsamente admirada, la añoranza de mi cama, el impresionarme tan
fácilmente de lo que no me gustaría ser…
Vomité en la mesa pulcramente ordenada interrumpiendo otra historia de mi
tío sobre cómo conoció al Presidente de Nicaragua. El mantel de tela egipcia
que le regalaron (a todos en esa oficina, en realidad) a mi tío los
diplomáticos africanos en su visita a las instalaciones de la Secretaría de
Relaciones Exteriores, quedó arruinado. Fue asqueroso, pero me sentí liberado.
Sin tener control de mí, comencé a reír. Muy bajo al principio, y después las
carcajadas retumbaban en cada rincón de la casa. No podía contenerme, la risa
fluía a cántaros. Reía aún más cuando veía la cara de asombro de mis tíos, la
cara de enojo y vergüenza de mis padres, y las caritas de terror de mis primos.
Después de 4 minutos y 23 segundos, aproximadamente, la risa se detuvo, y con
lágrimas en los ojos y un fuerte dolor de estómago, lo único que pude decir fue
“al fin que el pavo no estaba tan rico”.
***
–¿De verdad todo eso dice tu pintura, Ricardo? ¿es la gran obra central
que quieres presentar en la galería, mañana? (Visto: 20:34)
–Así es. (Visto: 20:34)
–Sé que es tu decisión, pero tus esculturas son muy bellas, ¿por qué
una
pintura si tú nunca has pintado? (Visto: 20:34)
–Porque soy un artista versátil, tú sólo escribes y escribes, Helena.
(Visto 20:35)
–Pero sólo es un lienzo blanco con un par de rectángulos rojos salpicados
por pintura amarilla. (Visto: 20:36)
–No es lo que ves, sino lo que simplifica, lo que demuestra.
Contextualizo mi vida aquí, Cristina. ¿No lo comprendes? Mi vida y apreciación
de la misma cambió desde aquella Navidad en el Distrito Federal. Justo 10 años
después, leí a Jean Paul Sartre y comprendí que ambos somos nauseabundos, tenía
que expresarlo, colorearlo, plasmarlo, difundirlo. (Visto 20:40)
–¿A quién quieres engañar, Ric?, leímos juntos a Sartre hasta
segundo
grado en la Universidad, y yo sabía que el texto que había
cambiado tu era “Los
Dolores del Mundo” de Arthur
Schopenhauer, ¡hasta hiciste un performance en su honor en medio del
patio de la facultad! Nadie lo entendió, y todo lo que compraste para hacerlo,
se echó a perder en la bodega de la casa de tus papás.
Te vas a morir de hambre por ser tan posmoderno, amigo…
(Visto y
jamás contestado desde las 20:53).