20 de diciembre de 2013

Navidad, los tíos y mi posmodernidad


El problema con los de provincia es que nos impresionamos fácilmente. Por tal razón, mi padre era un experto en aparentar. Aparentaba todo lo que la gente tiene que aparentar cuando necesita encajar en sociedad. ¿Cuál sociedad? Aún no logro entenderlo. Aparentaba ser un trotamundos que sabía de aquí y de allá. También le gustaba leer revistas científicas con el único fin de conocer un poco de esto y un tanto de aquello. Además, sabía aparentar el ser un hombre de metrópoli, en conocer las novedades del Distrito Federal, en saber qué lugar de Coyoacán era el mejor
para visitar si lo que querías era la tabla de quesos más exquisita y el vino tinto mejor añejado. Mi padre, pese a todo, fue una buena persona. Siempre trató de darnos lo mejor a mi mamá y a mí (nótese la distinción: mi padre, mi mamá). Sin embargo, toda su vida estuvo a la sombra de su hermano: el grandísimo Licenciado en Economía de provincia que triunfó en el Distrito Federal. Su relación jamás fue competitiva, sin embargo mi padre nunca se perdonaría el jamás haber llegado tan lejos como mi tío. Él era todas las aspiraciones de mi padre, y nunca obtuvo el reconocimiento ni el aprecio que le daba mi abuela a mi tío.

Yo nunca me quejé de mi vida. Tenía lo que quería, porque siempre
he sido una persona de gustos simples. Era un niño de 7 años al que le iba excelente en segundo grado de la escuela primaria, que amaba las tardes entre amigos jugando al fútbol en la calle menos transitada de mi pequeña colonia. Jamás había salido de mi ciudad porque cada vez que mis padres planeaban vacaciones, tocaba a la puerta un cartero con facturas imperiosas de pago.
***
Fue la primera navidad en la que nosotros visitábamos al tío. Al fin, mi padre había logrado que su jefe le diera al menos 5 días de vacaciones, y mi mamá había comprado un hermoso vestido para aquella ocasión. Ellos estaban listos. Yo, estaba. Me da daba igual a dónde fuéramos. Los tíos eran de mi agrado, mis primos eran buenas personas; sin embargo, pasar el tiempo con ellos no era mi actividad favorita. Ni tantito cerca.

Después de 200 horas de viaje (horas con una equivalencia al tedio de un niño de 7 años, en realidad fueron poco menos de 7 horas por la mala condición de la carretera y del viejo coche familiar) llegamos a la modesta pero muy bonita casa azul de la zona clase media alta del sur del Distrito Federal, la “gran Ciudad Capital”, repetía mi padre cuando se presentaba la ocasión.

Nos recibieron de la mejor manera, muy contentos por tenernos ahí.
Incluso, nuestro automóvil fue bien tratado por el tío, puesto que inmediatamente lo atendió con agua y aceite y un cuarto seguro: la cochera que contenía su brillante automóvil nuevo.

Lo típico. Una puesta en escena perfectamente ensayada en navidades pasadas, sólo que en distinto escenario: Mi padre y el tío en el jardín, platicando sobre política nacional y lo bien que le iba al tío trabajando en la Secretaría de Relaciones Exteriores; siempre ostentando un habano (que mi padre fingía disfrutar) y un vaso de escocés; mi mamá y mi tía preparando el pavo en la cocina, platicando los pormenores de los mejores chismes de la ciudad capitalina; por default, a mí me tocaba la misión de jugar y fortalecer lazos con mis primos.

Me invitaron a su habitación. Era hermosa. La mitad de los juguetes y juegos que ahí había yo se los pedí a Melchor, Gaspar y Baltasar dos años consecutivos como regalos que, imaginaba, me merecía. Recuerdo que ese desencanto con los Tres Reyes Magos fue mi primera desilusión sobre las personas. Había cuadros y afiches del Cruz Azul. Ellos iban cada quince días al Estadio Azteca para los partidos de local del equipo. En el afiche reconocí a Guadalupe Castañeda, al muy joven Óscar Pérez (aunque sabía que “La Bruja” Scoponi era el portero titular), Héctor Islas Mendoza, Carlos de Oliveira, Juan Reynoso, Octavio Mora y Carlos Hermosillo.

Me sumergí en una abrumadora alucinación dentro de aquella habitación azul celeste. Recorrí cada pared con sumo cuidado, sin olvidar contemplar un solo juguete, un solo artículo. –¿Vas a querer jugar? –Me interrumpió uno de mis primos, cuando observaba un extraño juego de mesa con cartas y fotografías de personas. –Sí –apenas respondí porque seguía embriagado de la fascinación que la vida de mis primos me causaba.

–Pero yo no sé jugar esto– Dije tibiamente mientras veía cómo sacaban de una caja como de zapatos, un cuadrado gris con botones morados, y miraba con qué atención desenredaban cables para, posteriormente, conectarlo al televisor (¡un televisor en su habitación!).–Ahorita te enseñamos– dijo uno, sofocando la risa entre sus palabras –Mis papás nos adelantaron uno de nuestros regalos, es el nuevo Mortal kombat III– no tenía ni la menor idea de lo que me hablaban. Me convertí en mi padre por un momento: aparenté saber.

Después de tan sigiloso ritual, por fin se sentaron cada uno en su silla, yo me senté en la esquina de su cama, un poco atrás de ellos. Colocaron el cassette en el Super Nintendo (¡cuántas nuevas palabras!) y se disponían a elegir jugador, –Cuando mate a mi hermano, te toca–. Si bien, yo era un impresionado e inocente provinciano, sabía que no hablaba literalmente; sin embargo, me sorprendió y entumeció la manera tan barata con la que decían “matar”. –¡Te lo dije, marica!– Le dijo uno a otro y después, el mayor volteó a verme con una mirada burlesca “te va” dijo. Aquel día “morí” todas las veces que pude haber “muerto” en toda mi vida. Precisamente por eso, el intento de quitarme la vida hace 5 años, quedó en eso, un intento.

Ya habíamos arrullado al Niño Dios. Quemamos luces, derretimos un par de velas por cabeza, besamos la frente de la figurita infantil y abrimos regalos. Sentados en la mesa, después de cenar, el tío repetía la historia de cómo ascendió de puesto en la Dirección General de Delegaciones de la Oficialía Mayor en la SRE del “más grande presidente que México haya tenido, un hombre con visión de Estado, estudiado en el extranjero y con un sentido liberal como nadie”, dijo el tío muy entusiasmado. Mi tía no paraba de presumir sus reuniones con la esposa del secretario y con más distinguidas mujeres de políticos. Mis primos tenían, en la cara chapeteada, de esa felicidad que compran los bienes materiales.

Todo era ceremonia con ellos. No podía comer mi postre con el tenedor porque era incorrecto, mi mamá se sonrojó después de que le llamaran la atención por maquillarse en la mesa, mi padre se avergonzó luego de no pronunciar con perfecto inglés la palabra democracy.

Todo era tedioso y bochornoso. Hablaban de esto y aquello y no comprendía nada, ¿por qué tenía la gente que convertirse en robots hipócritas? Comprendí, a mi corta edad, (sin conocer en realidad la palabra) lo que era un “Godinez”. Algo pasó en mí ese día, y quise alejarme de los escritorios de por vida.

El humo de los habanos presuntuosamente consumidos, los chismes de la alta sociedad, los juguetes nuevos de los primos, la mesa perfectamente puesta para la cena, el pavo con exceso de grasa, el viaje de los tíos a los Estados Unidos para comprar nuestros regalos, la presunción de la quincena, el abismo entre capitalinos y foráneos, mi padre y su pretensión de ser algo grande en la vida, mi madre y su sumisión a mi tía, mis primos y sus mejillas rosadas, los modales, el postre, el no poner los codos en la mesa, el discriminar a la gente sin profesión, el “estudiar Derecho, Medicina o Administración de Empresas es lo de hoy, hijo”, los besos obscenos de los tíos, mis papás y sus perfumes impregnando la atmósfera pesada, la hipocresía, el niño dios en su pesebre, las luces, la pedantería, las buenas conciencias, lo ordinario, el Salinas esto y lo otro, la buena vida, los de pueblo, los citadinos, el buen vino, la música de jazz falsamente admirada, la añoranza de mi cama, el impresionarme tan fácilmente de lo que no me gustaría ser…

Vomité en la mesa pulcramente ordenada interrumpiendo otra historia de mi tío sobre cómo conoció al Presidente de Nicaragua. El mantel de tela egipcia que le regalaron (a todos en esa oficina, en realidad) a mi tío los diplomáticos africanos en su visita a las instalaciones de la Secretaría de Relaciones Exteriores, quedó arruinado. Fue asqueroso, pero me sentí liberado. Sin tener control de mí, comencé a reír. Muy bajo al principio, y después las carcajadas retumbaban en cada rincón de la casa. No podía contenerme, la risa fluía a cántaros. Reía aún más cuando veía la cara de asombro de mis tíos, la cara de enojo y vergüenza de mis padres, y las caritas de terror de mis primos. Después de 4 minutos y 23 segundos, aproximadamente, la risa se detuvo, y con lágrimas en los ojos y un fuerte dolor de estómago, lo único que pude decir fue “al fin que el pavo no estaba tan rico”.

***
–¿De verdad todo eso dice tu pintura, Ricardo? ¿es la gran obra central que quieres presentar en la galería, mañana? (Visto: 20:34)
–Así es. (Visto: 20:34)
–Sé que es tu decisión, pero tus esculturas son muy bellas, ¿por qué
una pintura si tú nunca has pintado? (Visto: 20:34)
–Porque soy un artista versátil, tú sólo escribes y escribes, Helena. (Visto 20:35)
–Pero sólo es un lienzo blanco con un par de rectángulos rojos salpicados por pintura amarilla. (Visto: 20:36)
–No es lo que ves, sino lo que simplifica, lo que demuestra. Contextualizo mi vida aquí, Cristina. ¿No lo comprendes? Mi vida y apreciación de la misma cambió desde aquella Navidad en el Distrito Federal. Justo 10 años después, leí a Jean Paul Sartre y comprendí que ambos somos nauseabundos, tenía que expresarlo, colorearlo, plasmarlo, difundirlo. (Visto 20:40)
–¿A quién quieres engañar, Ric?, leímos juntos a Sartre hasta
segundo grado en la Universidad, y yo sabía que el texto que había
cambiado tu era “Los Dolores del Mundo” de Arthur
Schopenhauer, ¡hasta hiciste un performance en su honor en medio del patio de la facultad! Nadie lo entendió, y todo lo que compraste para hacerlo, se echó a perder en la bodega de la casa de tus papás.
Te vas a morir de hambre por ser tan posmoderno, amigo…
(Visto y jamás contestado desde las 20:53).